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Trini y su figuración del movimiento                    Luis Carlos Emerich

Entre más insistentes son las predicciones de la muerte del arte, más se fortalece la pintura, su gran sentenciada. En la X Bienal de Pintura Rufino Tamayo (2000), en la cual la obra de Trini mereció una mención honorífica, dos de las tres obras premiadas no sólo se inscriben en la figuración academicista sino que, contra todas las veleidades tendenciales del siglo XX, tienden a reconsiderar antiguos cánones, aunque sus propósitos ya nada tengan que ver con los clásicos o los románticos o los simbolistas.

El dilatado dominio del neoconceptualismo y el objetualismo en las últimas décadas del siglo XX, que aún no osa dar el tiro de gracia a la pintura, le ha puesto tales desafíos que ésta, lejos de intimidarse, ha demostrado sus amplísimas capacidades de absorber y, a su vez, resignificar innovaciones pero, sobre todo, de incursionar en tantos campos como cambios de dirección y sentido ameriten sus nuevos discursos.

En el caso de Trini (Katrien Vangheluwe, Bélgica, 1962) es excepcional. Formada en su país y en la Academia de San Carlos, residente mexicana desde hace quince años, ha sido ajena a las modas e impasible ante las discusiones teóricas sobre  posmodernidad, manteniéndose fiel a sí misma, es decir, a su vocación pictórica academicista, pese a que por un tiempo se consideró inoperante si no es que desplazada hacia disciplinas utilitarias. Sin embargo, su obra de los años noventa pasa airosamente las pruebas de lectura conceptual, sin desdeñar los potenciales expresivos ni la pericia técnica y, mucho menos, la sensibilidad y la gracia formales, atributos pictóricos desechados por quienes son incapaces de sustentarlos.

Trini asimiló y domina las disciplinas pictóricas más estrictas, pero su realismo dista mucho de ser convencional. Al desechar la mera representación y asumirla más allá de la mímesis, el realismo de Trini es mucho más complejo que la virtud seductora de sus imágenes o que el tratamiento de un mismo tema en distintos tonos. Es realista porque toma apariencias de la realidad física, para situar en un contexto identificable abstracciones como son la temporalidad, la velocidad, la fugacidad y la infinidad, por lo cual todos los motivos de sus pinturas parecen siempre estar en tránsito, desde un lugar desconocido a otro improbable. Por ello, su campo pictórico es como un registro de vehículos en fuga, de huellas visuales y de rastros energéticos de personas al pasar por las calles, o bien, concentraciones de luz ambiental que como espectros de seres y objetos cruzan al vuelo las tinieblas apenas configuradas como escenarios.

Sus “instantáneas” del tráfago citadino provienen de fotografías tomadas por la propia pintora, pero su finalidad consiste en revelar las implicaciones estéticas de la transposición de un lenguaje visual mecánico a uno manual, lírico, y por tanto, de un campo semántico a otro, aun cuando su solución última siempre semeje una expresión emocional. Por tanto, la imagen no es una reproducción de motivos identificables, sino un punto de partida modificable, mutable, abstraíble, alrededor de su tema central: la imposibilidad de la definición de algo más que el movimiento, como si éste fuera el único rasgo vital comprobable.

Todo pasa, pasó o pasará. Para la artista, sus “modelos” (los transeúntes, los ciclistas, los automóviles) no posan, transcurren: son trayectorias de luz y de sombra. Y sus entornos (las calles y los “interiores”) son reinos asimismo inestables: el día, la noche, la madrugada, los convierten en encrucijadas ante las cuales hay que tomar decisiones, o bien, puntos de encuentro de miradas inexpresivas, de seres absortos en su propia dinámica o sumergidos en la oscuridad de sus vehículos.

A diferencia del Vanitas, género del siglo XVII, muy socorrido en el XX y más notablemente parafraseado por el pesimismo posmoderno, la expresión de la fugacidad en la pintura de Trini no se refiere a la brevedad de la vida, sino a su intensidad, aunque sea imposible captarla en su definición mejor. Nada decae, ni siquiera cuando la oscuridad profunda atenúa el tránsito urbano. Todo sucede, porque incluso lo inmóvil es poseído por la velocidad de quien lo observa.

Este concepto de temporalidad y movimiento de Trini, nunca realmente abocado al estudio de tipos o situaciones peculiares o de comportamientos o idiosincrasias, resulta referible a la irrepetibilidad de toda actividad, incluso de la más rutinaria o mecánica, como una lúcida contrapropuesta al engaño que conlleva la supuesta permanencia de la pose inmóvil típica de la pintura tradicional, y seguramente, la de los iconos rectores por excelencia del siglo XX que, como ningún otro, fue construido de imágenes visuales irrepetibles como si fueran constantes normativas de su totalidad. Para Trini, lo único permanente es el movimiento, considerando también el reposo como uno de sus estados especiales, y a éste se deberá la prevalencia de lo pictórico, y no necesariamente a sus sujetos, o sea, a los repertorios figurativos, a sus potenciales simbólicos y a su intencionalidad.

En la obra de Trini el movimiento es la razón del ser, y por añadidura, el ser de la pintura que, en vez de rivalizar utiliza como herramientas los logros de la fotografía, a fin de expandir los límites de la percepción visual humana. La ilusión de realidad es hoy, pues, más intensa que nunca, desde que más allá de las apariencias, por seductoras que resulten la destreza de su representación y la sensibilidad de su expresión, está precisamente el concepto que las sustenta. Y éste, finalmente, es producto de la sensibilidad para significar su pertinencia ante un agobiante e impenetrable estado de cosas global, que para buscar el orden parece que debe bordear la tragedia.

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