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Trini  La fugacidad permanente     Luis Carlos Emerich

Más ilusoria que la fijación instantánea de una imagen visual resulta la idea fija de que las imágenes icónicas en que se ha sustentado en gran medida la memoria del siglo XX representan entidades o hitos inamovibles, y no, precisamente por su irrepetibilidad, excepciones que confirman la regla de la imposible aprehensión de la totalidad a partir de ellas. Esta renuencia a aceptar la temporalidad e incluso la caducidad de seres, cosas y conceptos, tal vez se deba a que la voluntad de vivir se subordina a la voluntad de trascender. En el siglo XX, “construido” por imágenes como ningún otro, la tendencia a aceptar “ciegamente” lo fugaz como regla y, más aún, a estructurar la realidad a partir de ella, hizo de la ilusión el cometido último de la percepción y, por tanto, la verdadera medida de la realidad.

Tan inherente a lo humano es el apetito de ver –dice Román Gubern al referirse a la “realidad virtual”– que la ambición del engaño “quiere hacer creer al observador colocado ante la imagen, que está en realidad ante su referente y no ante su copia”. Por todo ello, parece que de hoy en adelante sólo trascenderá lo efímero y que, con el perfeccionamiento tecnológico de la realidad virtual, la pretendida hiperrealidad se aceptará mejor que la realidad misma.

Entre tan debatidos conceptos de lo real y de realismo, de naturalismo y verismo, de ilusión y virtualidad, el concepto de realismo en la pintura actual dista mucho de ser el academicista, o sea mimético, representativo y supuesta expresión de la vida, de sus condiciones y de sus valores. Por una parte, la proliferación y el perfeccionamiento de los medios de producción, aplicación, manipulación y difusión de imágenes ha despojado a la pintura actual de muchos de sus objetivos tradicionales, pero también la ha liberado de sus prisiones representativas; ésto, lejos de precipitar la muerte de la pintura tantas veces vaticinada, la ha obligado a autocuestionarse a fondo para dar aún más de sí. Y, por otra, la ya larga permanencia del objetualismo y el conceptualismo ha inclinado a ver la pintura realista como una especie de tendencia retro, como una arcaíca vocación reacia a desaparecer, a desplazarse hacia disciplinas utilitarias, a erigirse en encargada de recordar lo que fue, pero sin proponer algo más que nostalgia. De allí que la imagen pictórica concebida a la manera clásica esté supeditando lo expresivo a lo reflexivo y armándose mejor para privilegiar, por encima de la pericia técnia y la mera fascinación retiniana, lo que le es propio e intransferible a ultranza.

Este autocuestionamiento ha conducido a refrescar los modos de valoración de la imagen pictórica realista actual, en comparación con la obtenible por medios tecnológicos, para centrarse en un contexto que, pese a ser conceptual, se niega a prescindir de la belleza y, más aún, de sus connotaciones humanísticas. Si ahora la calidad del tratamiento y del concierto de formas, figuras, espacios, proporciones, composición y colorido en función de una dinámica vital sólo ocupa el nivel de una lectura primaria, significa que todo lo demás pasa a ser el verdadero objetivo de la imagen pintada. Y si ésta ha abandonado asímismo todo intento de proyección simbólica, asimilando los logros –en vez de rivalizar con ellos– de la fotografía como un herramental técnico o como una forma de protocolo de identificación, entonces lo que era una representación asciende a planteo de un sistema de significación.

Los pintores formados en el realismo durante los años ochentas, es decir en plena discusión de conceptos de posmodernidad, como Trini (Katrien Vangheluwe, nacida en Roeselare, Flandes Occidental, Bélgica, en 1962), conservan del academicismo sólo los recursos para hacer pertinente y tornar convincente este protocolo de identificación de la realidad, porque su finalidad última es la exploración de las capacidades de la imagen en planos más profundos.

Trini hizo su maestría en pintura en la Academia de San Carlos y radica en México desde hace quince años. Desde los inicios de su carrera profesional fue evidente que su realismo pictórico no concluía en el virtuosismo técnico o en su persuasión imaginativa para transportarnos a su nicho de realidad particular o para señalar determinadas condiciones sociales o existenciales. Es decir, su propósito sobrepasaba el equivalente de una puesta en “escena” (como llama Gubern a la imagen tradicional), para sugerir que su obra era el umbral de un “laberinto”, o sea la entrada a un camino sinuoso, aunque gozoso, hacia planos más profundos de reflexión. Todo ello sin privar al espectador del viejo milagro de comunicarse a través de la sensibilidad y la gracia manuales.

Aunque la pintura de Trini se basa en fotografías tomadas por ella misma, sus “instantáneas” del acontecer en las calles citadinas y dentro de establecimientos públicos no se afirman necesariamente en la singularidad de su observación de ámbitos, comportamientos o rasgos idiosincrásicos populares, sino en la premisa de que el movimiento es la totalidad, considerando el reposo (según la primera ley de Newton), como un tipo especial de movimiento. Así que la gente caminando por las banquetas o cruzando las calles o conduciendo bicicletas o motocicletas o automóviles o transportándose en autobuses no es mera imagen del tráfago urbano, sino manifestación vital cuya excepcionalidad, comúnmente inadvertida, tal vez resida en la irrepetibilidad real de lo rutinario, o bien en la afirmación de que hoy la velocidad es la rectora de la vida, si acaso no es su verdadera sustancia.

El concepto principal de la pintura de Trini podría definirse como una forma de desobediencia al engaño de la virtualidad, para armar un discurso sobre la fugacidad y, por tanto, sobre la imposibilidad de definición de la imagen. Siendo una pintora realista ha relegado al reino de la falsedad el paisaje hechizo, la naturaleza muerta, la pose personal o grupal unívoca y perezosamente aceptada como real e incluso la ilustración de peculiaridades o fenómenos de cualquier tipo. Éstos son clichés utilizados como accesos comunes al tema de la movilidad y de su memoria. Por eso, seres, cosas y ámbitos son para ella trayectorias, rastros energéticos, horadaciones en el tiempo, en el aire y en la luz, como si los fantasmas de la imagen persiguieran su definición de “verdad”, fugaz y permanentemente.

Las pinturas de Trini no son copias ni paráfrasis de imágenes fotográficas y ni siquiera crónicas visuales del acontecer urbano, porque en ellas no sucede nada más significativo que el movimiento. Despojados de toda posibilidad narrativa y sin pretensiones de metaforizar mecánicas del desplazamiento, Trini usa registros fotográficos como andamiajes aparentes para la solución de problemas estrictamente pictóricos. Sin rehusar el potencial expresivo tradicional de la pintura, aunque también sin limitarse a él, Trini crea múltiples modos de expresar movimiento que, felizmente, pretenden todo lo contrario que el vanitas, género barroco revistado hasta el hartazgo posmodernamente, porque sus figuraciones no simbolizan ni perentoriedad del tránsito vital ni conllevan admoniciones.

Trini sintetiza acciones, abstrayendo figuraciones. Sus modos de aplicar los pigmentos llevan el mismo vuelo que sus motivos. Sus modelos no posan: suceden. Todo pasa o pasará. El trazo persigue figuras a medida que se desvanecen en el tiempo y en el espacio. Bajo el sol, las figuras son como concentraciones o interrupciones del colorido ambiental, siempre a punto de esfurmarse. De noche, la movilidad es vibración cromática. Los entornos son tan difusos como la visión cercada de un automovilista a toda velocidad, manchas diluyendo al paso su identidad original. Pese a sus conocidos referentes, éstas son abstracciones y, como tales, su composición es puramente visual, a base de equilibrios dinámicos de pesos y contrapesos cromáticos, en relación directa con las proporciones y matizaciones de sus áreas. Así, la fuga del paisaje, sumada emocionalmente a la fuga del observador, equivale a la vibración de un parpadeo.

Las versiones nocturnas de las calles de la Ciudad de México, pintadas por Trini a principios de los años noventas, revelan que, para ojos europeos, nuestra urbe es capaz de provocar extrañamiento: su soledad, imperturbable incluso por ocasionales invasiones, y su profunda ajenidad, más que acechantes son enigmáticas. Atenuado el tránsito vehicular  y peatonal de la ciudad, la madrugada es un reino de fantasmas. Vacíos, los autobuses ennegrecen, los semáforos agudizan su ceguera intermitente, los arbotantes adquieren dignidad de monumentos, los coches rayan largamente la grisura, el asfalto pule la niebla. Toda envuelta en silencio es la ciudad.

Más adelante, Trini vería como bólidos a humanos y a vehículos, manchando la noche. Estos cuerpos de luz desplegada devendrían elementos compositivos por sí mismos, ciertamente dinámicos. Lo furtivo es el tema. Los motivos son todos. Luego, Trini se ocupó de la generación emocional del movimiento. Su serie Decisiones (1999), quizás por tener “locaciones” en La Habana, la orilló a especular sobre los motivos humanos del movimiento, tal vez triviales para la gente captada en ese trance, pero profundamente enigmáticos para el espectador visitante. En esta serie, el motivo central son figuras de quienes deben decidir, caminando o montados en sus vehículos, suspendidos ante diversas encrucijadas. Aquí la fugacidad es la del choque de cavilaciones dinámicas, silenciosas, y el movimiento sugerido una suerte de tentación por definirse ante el vacío.

Mundos ambulantes, título de su exposición más reciente, trata sobre la dinámica de las miradas, furtivas como sus motivos, entre conductores y ocupantes de automóviles, como si sólo eso emanara de su concepto anímico del automóvil: casa, status, identidad, potencia y patria forman un reino pequeño pero de alcances insondables. La mirada abismada del pasajero de un autobús atestado, igual que la de un solitario conductor al infinito, parecen provenir de una tiniebla primordial, de una guarida cálida o de una coraza autoimpuesta. Éste es el único vínculo entre humanos acorazados que, por otra parte, añoran su humanidad.

A propósito de la pintura de Trini, se ha hecho referencia a la obra del pintor alemán Gerhard Richter (Dresde, 1932), obviamente por la semejanza superficial del tratamiento de sus imágenes y porque la motivación central de ambos es lingüística en última instancia. La contundencia de Richter al afirmar que diferentes lenguajes connotarán un mismo tema de maneras distintas no sólo fue respaldada por la propia persuasión de su pintura, sino también por un ejemplo que parecería obvio: “la fotografía de una pintura, no es esa pintura, pero la pintura basada en una imagen fotográfica, es pintura”. Con ésto Richter delimitó dos campos semánticos, para darle a la transposición pictórica del lenguaje fotográfico atributos estéticos ajenos a los de la fotografía. En este sentido, la pintura de Trini resulta relacionable con la de Richter, porque las intenciones de sus respectivas imágenes pudieran parecerse. Sin embargo, la emocionalidad de la pintura de Trini nada tiene que ver con las expresiones de pesadumbre y aflicción que en la obra de Richter desembocarían, no por sorpresa, en el tachismo.

Más esencialmente, la pintura de Trini podría ser afín a los temas de la latencia global de sentimientos de pérdida e irrecuperabilidad, y de la impredictibilidad incluso del futuro más inmediato, debidos a que la complejidad de la vida actual impide que el arte incida en ella. Generacionalmente estaría más cerca, por ejemplo, de la obra del brasileño Daniel Senise, pese a que no hay entre ellos semejanza formal alguna. Senise no trata sobre la fugacidad, como Trini, pero sí sobre la irremisible ausencia de seres y cosas, evidenciada por el desvanecimiento de sus huellas sobre el tiempo, el cual es representado por la tierra de nadie que es la superficie misma del cuadro. Trini, como Senise y como muchos artistas jóvenes de hoy, sigue ampliando el potencial conceptual de la pintura, sin prescindir de su expresividad, lo cual es esperanzador.

El evidente virtuosismo técnico de Trini bastaría para validar su pintura; sin embargo, si se conocen sus fuentes fotográficas, carentes de pretensión estética y cuyo carácter documental no es más serio que el de una foto familiar, entonces destacará mejor la excelencia estética de sus transposiciones, no sólo de lenguajes visuales, sino de niveles connotativos. Si esto atañe de paso a la lingüística, bien, porque contemporiza con el tema por excelencia del arte de la posmodernidad, pero es aún mejor cuando su planteo se remonta al campo de la poesía.

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